En Cuba se habló siempre de los güijes, sobre todo cuando existían grandes bosques, pues estos seres misteriosos no son pobladores de lugares descampados. Su morada preferida era algún charco hondo y sombrío en los ríos, donde los grandes árboles forman una cobertura de esas que siempre inspiran cierto temor por su apariencia velada y misteriosa. Este pequeño morador de los bosques y los ríos era un ser simpático y travieso, pues le gustaba retozar en el agua y muchas veces, cuando había muchachos bañándose, se aparecía y se mezclaba en los retozos hasta que era descubierto, escapando todos del lugar dejando de sumergirse más en aquel charco
Los viejos africanos manejaban muchas creencias, pero entre ellas sobresalían los chichiricús, esos hombrecitos pequeños que no tenían paz con nadie. Había algunos viejos esclavos bozales que siempre andaban acompañados de tales seres, que tanto terror causaba cuando se le aparecía a algún distraído montuno que le había sorprendido la noche en soledad por esos campos de Dios. De éstos, la anécdota de un guajiro que estando en un río dándole agua al caballo se le apareció un niñito pequeño, negrito como tizón; y ante su asombro el niño le expresó:
-No tengo ni pae ni mae, ni onde ir.- Y el hombre se dijo: Este niño me lo llevo yo. Parece que no es de por aquí. Aseguro que anda perdío. Y cuando el caballo acabó de tomar agua, le cargó y se puso a andar para la casa. Entonces el niño le habló:
-Tata, ¡mía mi yente!- Y cuando miró, el niñito tenía un diente largo, muy largo, ... larguísimo. Del susto tiró aquella cosa, que desapareció.
El campo se llenaba de estos duendes atrevidos que apenas caía la noche salían a mortificar a las gentes perdidas en la lobreguez. No mataban ni herían a los pasantes; más traviesos que malévolos, se contentaban con burlarse de sus víctimas, asustándolas o dándoles broma. Tales eran los Chichiricú, dos genios negritos venidos de Guinea. Eran hombre y mujer, siempre emparejados y en cueros vivos. Salían juntos a empresas de travesuras, retozando con los infelices extraviados, metiéndose picarescamente bajo las enaguas mujeriles, rescabucheándolas lascivamente con misteriosas manos, golpeando a los incautos con invisibles puños, y a veces “encantándoles la cintura”, quitándoles por un tiempo la potencia para el engendro
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